Sea uno o no sevillista y viva o no en la provincia hispalense, a un ser humano que se precie de disponer de un mínimo sentido común no le queda otra que manifestar su admiración/envidia por lo que está haciendo el equipo del barrio de Nervión, que acaba de proclamarse campeón de la Europa League por tercera temporada consecutiva y quinta en las últimas diez, y que el domingo disputa otra final de Copa del Rey.
Otra cosa es que uno sea bético. Ahí podemos encontrarnos con dos supuestos: A) que el ser humano en cuestión carezca del citado sentido común, lo que se traduciría en la celebración prematura de amagos de tragedia para el eterno rival, la reivindicación del ránking de títulos del Carranza, un paseo por la Puerta de Jerez con una camiseta del Liverpool y otras manifestaciones de la sinrazón futbolística; B) que sí disponga de unos mínimos del antes mencionado, en cuyo caso se registraría un desdoblamiento de personalidad que consta de a ratos sonrisa empática, comportamiento racional y buenas palabras; a ratos falta de apetito, sudor frío, cabezazos en mármol e insomnio al son de El Arrebato.
Al que suscribe con residencia en la provincia, sea o no sevillista, le resulta más elegante el segundo caso, aunque mucho menos divertido que el primero, en definitiva la esencia de la guasa sevillana en su máxima expresión. Porque todos en esta ciudad sabemos que esos seres humanos que sienten en verdiblanco sólo están cegados ahora por la aguja de la rivalidad futbolística sevillana, que les punza las entrañas con la retorcida vuelta de tortilla de la última década.
En su fuero interno, muy muy en el fondo de lo más interno del fuero, sí que sienten una pizquita de alegría por sus paisanos, lo que pasa es que esta ciudad es mucho de disimular... Al fin y al cabo, ¿qué bético no tiene a un sevillista en su círculo más cercano? ¿Y tiene precio admirar la felicidad del querido vecino en su fulgor pleno? Pues sí, el precio es aguantar dos o tres días de brasa monumental, de cohetes y cláxones, de festival del humor y ciudad ‘acolapsada’, de tormenta de wassaps y preguntarse incesantemente por qué no nos fuimos aquella vez a vivir a Burgos, Mari…
Pero el ser humano bético, con su singular concepción de la vida, paga ese precio con serenidad, con estoicismo, y acaba alegrándose de algún modo por algún sevillista (o, al menos, de su familia). Como un amigo mío bético, que cada vez que el equipo de Nervión ha ganado un título de los de la presente serie le ha pasado lo mismo: una vez superadas las convulsiones, las tres primeras horas de negación de la realidad y preguntas tipo ‘¿quién coño me mandó a mí ser bético?’, y retirado convenientemente el gotero, siempre acaba acordándose de su padre.
Al viejo, sevillista abonado del tercer anillo desde hace tres lustros, no le dio tiempo a rozar siquiera la gloria. La vida le quitó el asiento de Preferencia demasiado pronto. El niño se le había escapado muchos años antes al lado (verde) oscuro. Mi amigo no es que lo pase bien en esas noches, pero las lágrimas no le escuecen tanto tanto.
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